sábado, 20 de diciembre de 2014

El amor de la serpiente


En tiempos de Minamoto no Yoritomo, se solían celebrar brillantes ceremonias religiosas y cortesanas en el santuario de Hachimangu. Los sombreros lacados, los kimonos superpuestos en elegantes combinaciones de colorees y diseños de las mejores sedas, adecuados a cada estación, que lucían los asistentes de la nobleza no desmerecían en nada la espléndida indumentaria de brocado de los monjes de alto rango, emparentados directamente con el shogun.

En una de estas reuniones, una doncella de doce años, perteneciente a una de las mejores familias de Kamakura, se encariñó a tal punto con el hijo de un samurai de alto rango de su misma edad que rogó a sus padres que lo invitaran a jugar con ella.

Así lo hicieron, pero a los pocos meses, el pequeño samurai, fuera porque considerase las visitas a la muchacha un comportamiento poco digno para un futuro guerrero o porque se cansó de ella, se resistió a las visitas, pese a los ruegos de su madre, las espació poco a poco y terminó por no ir más.

La doncella, pálida y delicada, empalideció más y más por la ausencia de su amigo. Ya no mostraba interés por los rollos de espléndida seda que desplegaban los comerciantes para los nuevos kimonos de la temporada, ni tampoco parecía gustar como lo solía hacer de las lecciones de poemas y caligrafía. Entre juegos, había intercambiado poemas con el pequeño samurai, esmerándose al máximo para darles el toque de una dama educada de la corte, pero ahora todo esto le parecía sin sentido.

Cuando cayó el último pétalo del último cerezo, la doncella cayó enferma y no se levantó más. De nada sirvieron los cuidados de los médicos de la corte ni las oraciones de los monjes, ya que falleció antes de que los árboles se cubrieran de hojas.

Los padres lloraron día y noche, repitiendo una y otra vez que tuvo la vida efímera de una flor de cerezo, y tras la incineración en una hoguera de ramas de este árbol en un campo de su propiedad, guardaron sus cenizas en una minúscula urna y la colocaron en el altar familiar, ofreciéndole cada día agua fresca, flores y un pequeño cuenco de arroz blanco.
Cuando el joven samurai se enteró de la muerte de su pequeña amiga pareció sentirse un poco culpable y anduvo un tiempo cabizbajo. Parecía que iba a superar la tristeza cuando enfermó de repente y nadie pudo diagnosticar su dolencia.
Pasaba los días con fiebre, hablando entre sueños, aunque los padres pensaban que se iba a curar de un momento a otro. Cierta noche, iban a entrar con sigilo en la alcoba cuando oyeron la conversación entre un hombre y una mujer. Extrañados a más no poder, echaron una ojeada por la abertura entre las dos hojas de la puerta corrediza y se quedaron sin habla. El muchacho, vestido en traje de gala, tenía enrollada en su cuerpo una gruesa serpiente, que sacaba la lengua brillante y roja como pequeñas llamas de fuego. Ambos intercambiaban palabras de afecto, con expresiones radiantes de felicidad. Al día siguiente falleció el pequeño samurai.

El día del funeral, alguien comentó con extrañeza lo tremendamente pesado que era el ataúd. El rumor se esparció hasta que llegó a oídos de los propios padres. La extraña situación les obligó a levantar la tapa y entonces...

Samurais hechos y derechos comenzaron a temblar con tal violencia que hasta las dos espadas que llevaban al cinto claqueteaban entre sí: el cuerpo inerte y frío del muchacho estaba estrechamente abrazado por una enorme serpiente, también muerta.

Cuando el gran monje vio los rostros aterrorizados de los presentes, comentó con una sonrisa apacible:

— Aaah, tiene que haber sido una relación fuerte en extremo, que venía de muchas, muchas vidas atrás...

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