sábado, 16 de agosto de 2014

Issunboshi [Pulgarcito]

Hace mucho tiempo vivían en un lejano lugar un viejecito y una viejecita. Nunca habían podido tener hijos y por eso se sentían muy tristes, por lo que un día decidieron pedirle a los dioses que les concedieran un niño.
“Aunque no sea más grande que un dedo estaríamos contentos”, decían.



Los dioses accedieron a cumplir su deseo y concedieron a los dos ancianos un bebé tan alto como un dedo. El viejecito y la viejecita se pusieron muy contentos de tener por fin un niño, después de haber esperado tanto tiempo. Como era un niño muy chiquitito y pequeño, le llamaron “Issunboshi”, que quiere decir “pequeñito”, y le cuidaron con mucho cariño.




Pasaron los años, pero Issunboshi no crecía. A los tres años de edad, a los cinco, a los diez, siempre tenía la misma talla que el día en que nació, es decir, la talla de un dedo. Era tan pequeño, que no podía ayudar a la viejecita en la casa, y al salir al campo con el anciano, Issunboshi tampoco podía apenas ayudarle y no podía llevar más que una brizna de hierba. 
Issunboshi quería convertirse en Samurai, por lo que practicaba todos los días con una aguja como espada. Un día, decidió ir a la capital para poder seguir preparándose y así pagar a sus padres todo lo que hacían por él.

Sus padres se apenaron mucho, pero le dieron un cuenco de sopa, un palillo de comer y una aguja, y le dejaron marchar, deseándole buena suerte. Issunboshi se puso el cuenco como gorro, la aguja se la prendió en la cintura a modo de espada, y utilizando el palillo como bastón para caminar, emprendió su camino.



Para llegar a la capital, debía cruzar el río, el cual parecía un gran océano para él. Allí se embarcó, utilizando el cuenco como barca y el palillo como remo. Tras navegar por el río durante largo rato, llegó hasta un puente grande sobre el cual había mucha gente. Al ver esta multitud, Issunboshi pensó que había llegado a la capital, así que se bajó de su improvisada barca.
La capital era muy grande y estaba llena de gente. Todo el mundo allí iba con prisas y parecía estar muy ocupado. Para el diminuto Issunboshi, era un sitio peligroso, ya que en cualquier momento alguien podía pisarle sin darse cuenta. El muchachito pensó que debía andar con mucho cuidado y que lo mejor era evitar las calles más transitadas y caminar por los rincones más tranquilos de la ciudad. Mientras paseaba, dio con una casa grande, en la cual residía un rico y poderoso señor. Entonces escuchó el sonido de una flauta, y se dio cuenta de que se trataba de una hermosa doncella, de la cual se enamoró.



Issunboshi llamó a la puerta:
“¿Hay alguien, por favor?”
Un hombre se asomó, pero no vio al pequeño Issunboshi y creyó que no había nadie, por lo que volvió a entrar en la casa.
“Qué raro, creí que había llamado alguien, pero no hay nadie”
Issunboshi llamó de nuevo, y cuando el hombre volvió a asomarse, le gritó:
“¡Estoy aquí, junto a las sandalias!”
El hombre miró al suelo, hacia las sandalias, y por fin vio a Issunboshi. Se quedó muy sorprendido, porque jamás antes había visto a alguien tan pequeño. El hombre se agachó, recogió a Issunboshi y le puso sobre la palma de la mano, mirándole con gran interés. El pequeño, contó al señor sus planes de prepararse como samurai, y el poderoso señor decidió acogerlo en su casa.



Issunboshi vivió largo tiempo en la gran casa del señor, y ahí aprendió a leer y a escribir, además de hacerse mas diestro con la espada.
Cierto día, la princesa salió de casa con Issunboshi para visitar el templo Kiyomizu. En el camino de regreso, un “oni” (demonio) la atacó y trató de secuestrarla. 



Issunboshi intervino, exclamando en voz alta:
“¡Déjala en paz, ogro! Yo, Issunboshi, estoy aquí, y no permitiré que le hagas nada a la princesa. ¡Defiéndete, malvado!”
El ogro se burló al ver al pequeñito Issunboshi plantándole cara:
“¡No me digas! ¿Qué me vas a hacer tú, enanito? ¿Vas a morderme en el tobillo?”
Y tras decir esto, el ogro atrapó a Issunboshi entre sus enormes manazas… ¡y se lo tragó!
Pero Issunboshi era muy valiente. Al llegar al estómago del ogro, le clavó su aguja una y otra vez, y siguió clavándosela con todas sus fuerzas mientras trepaba por su garganta. El ogro se retorcía de dolor y daba grandes gritos. 

Issunboshi no paró de pincharle hasta que al final logró saltar al exterior por la nariz del ogro, que huyó corriendo.
En su huida, el ogro había dejado caer un extraño objeto, que la princesa se apresuró a recoger.
“Esto es un martillo mágico”, le explicó la princesa a Issunboshi, “con solamente sacudirlo se te concederá cualquier deseo que tengas. En agradecimiento por haberme salvado te voy a conceder un deseo con él, pídeme lo que quieras.”



Y el pequeñito Issunboshi, no mayor que un dedo, contestó inmediatamente:
“Mi deseo es ser grande”.
La princesa sacudió el martillo mágico diciendo:
“Grande, grande, que el pequeñito Issunboshi se haga más grande”.
Y acto seguido Issunboshi empezó a crecer y a crecer, y al cabo de poco tiempo, ya no era un diminuto muchacho del tamaño de un dedo el que estaba enfrente de la princesa, sino un joven alto y apuesto.



Al volver a casa, la princesa le explicó a su padre, el gran señor, lo sucedido, el encuentro con el malvado ogro, la intervención de Issunboshi y su mágica transformación. El señor, agradecido, concedió a Issunboshi la mano de su hija y le dio permiso para que trajera a vivir con ellos a sus ancianos padres. El anciano y la anciana se trasladaron a la capital y todos juntos vivieron felices.



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